ESTEBAN CISNEROS
Jazz leonés como hace mucho (¿como jamás?) se había escuchado.
I
Viajo en el asiento de pasajero de un auto, primero divertido, luego aterrado. Es 2003, más o menos, y no quiero morir. El auto, profondo rosso, surca las calles de León como una flecha que, sospecho, va a perder rumbo y se clavará fuera de la diana. Sólo que yo voy ahí dentro. De copiloto, pero sin voz ni voto, aferrado a cualquier cosa. ¿Cómo fue que llegué aquí? ¿Y por qué Cynthia, quien conduce, va tan tranquila, como si esto formase parte de su rutina como lavarse los dientes o tomar el café? ¿Es que lo hace todos los días?
No sé. No soy un gallina (o tal vez sí). Pero cuando el auto por fin se detiene en el destino –yo calculaba un trayecto de veinte minutos y lo hacemos en cuatro, a lo mucho– bajo y beso el suelo cual pontífice greñudo. Cynthia, mientras tanto, azota la puerta, abre la cajuela, revuelve algunas cosas, habla, tararea, silba, me llama “cobarde”, se ríe de mí con esa risa tan particular e inigualable –una especie de ah-ji-jí vibrante pero contenido, como si soltar la carcajada provocase un estallido nuclear– y me señala con el dedo como se señala a un loco que corre por la calle con el bálano al aire y no se ha dado cuenta. Me mira desde arriba. Y luego pregunta, con la delicadeza de Lady Lyndon y con la amenaza de Tura Satana en Faster, Pussycat! Kill! Kill! (al mismo tiempo y con las mismas ganas) que cuál es el problema con su manera de manejar.
Ninguno, Cynthia. Ninguno. Te lo juro. Sólo es que la aguja de las revoluciones del motor ha llegado a rojo en, bueno, todo el trayecto (que por otro lado fue corto, cortísimo) y esos zig-zags que pintaste con las llantas en el pavimento no caben en mi idea de Gran Obra de Arte y, ¡epa!, al menos los pilotos de Fórmula 1 miran por dónde van pero, en serio, ningún problema.
Esa es Cynthia. Y es mi amiga. Por fortuna. Lo presumo, mucho. Desde entonces no me he subido de nuevo a su auto, pero sí nos hemos acompañado hombro a hombro en muchas ocasiones desde entonces. Cynthia conduce como vive: retando al peligro. Me quedó claro desde el principio, aunque aparenta no matar ni un jodido mosquito. Por eso, cuando en la primavera de 2012 comenzó a cantar jazz con un grupo, a mí no me sorprendió. A muchos les parecía increíble que la chica que actuaba en teatritos de medio pelo y que daba clases de yoga (pero que al mismo tiempo hacía videos de animación y bailaba ye-yé toda la noche hasta desgañitarse) cantase así. A mí, insisto, no. Es más, ya incluso me lo esperaba.
II
Hay noches que, aunque ajumadas, permanecen en el recuerdo con fidelidad. Dos vienen al caso para este texto: en una, Cynthia y Ramiro, su chico, escapan de una fiesta soporífera (valga el oxímoron) y reculan en mi casa que es su casa (de ellos, no estoy seguro si de ustedes) para beber y bailar. Y se bebió y se bailó. Se bebió bien y se bailó bien. De eso hace ya mucho y no se ha repetido, a pesar de los tantos planes para hacerlo. Fue, tal vez, la primera vez que fiesteé con Ramiro. Y eso que ya le conocía de años. Pero a Ramiro no se le ve muy seguido por las calles. Aunque cuando sale de su mundo de libros, matemáticas y complicadísimas escalas de notas imposibles, hay que estar allí, porque es un tipo de gran conversación, con el que estar es bueno. Y el citano sabe de música y, sobre todo, ama la música y a mí me gustan las personas así. Tomó mi guitarra, que estaba ahí, muy a la mano, y rasgó algunos acordes. Me caí. Sabía que el tipo era un buen guitarrista, pero jamás me imaginé que tocase así-de-putas-bien-con-un-carajo. Y cuando digo bien es BIEN-FENOMENAL-LLÉVATEMIGUITARRAPORQUENOLAMEREZCO. Supongo que vio cómo se me desfiguraba la cara por el asombro, porque se disculpó y dejó la guitarra en un sofá. “No, por favor”, tuve que decirle, casi gritarle. “Por favor, sigue, sigue, sigue.” Y siguió. ¿Cómo hacen estos tipos para hacerlo todo bien? No sé, pero qué bueno que existen. Y yo me recuerdo, ahí, con Cynthia y Ramiro, tarareando canciones, girando discos, sorbiendo güisqui, agradecido por tener panas formidables.
Otro de esos es Carlo Olmos. Y esa otra noche que viene al caso sucedió en Guanajuato, cuando le vi por primera vez tocar con Moloch!, uno de los tantos grupos a los que ha dado ritmo (en su currículum se enlistan también Esfera, The Alain Tchido Project y Lengua 72). Mi banda iba en el cartel justo después de ellos y cuando terminaron, sentí que ya podíamos irnos sin tocar una sola nota, porque la energía de Carlo y los suyos (Moloch! es un –gran– grupo de hard rock de la vieja escuela de los colores: Blue Cheer/Deep Purple/Black Sabbath) había dejado al público exhausto. Ir después de ellos ya no tenía caso: habían sido buenos hasta la chingada. Hicimos lo que pudimos y no estuvimos mal, pero no fuimos Moloch! Más tarde –al chocar nuestros vasos de birra en un sonoro y torpe chinchín– Carlo me confió que le gustaría tocar “algo más exigente”, como si lo que hizo con Moloch! (acrobacias meritorias del orgullo de Keith Moon, precisión y alma del mejor Max Roach) fuese cualquier cosa. “Soul… o tal vez jazz”, continuó. Yo le dije que siguiera con lo que hacía. Qué ciego fui.
Un año después –tal vez más, tal vez menos– ya estaba a la batería en un grupo de jazz. Primero me burlé de él, porque soy muy, que muy bestia. Cuando les escuché en vivo por primera vez, después de postergar el momento por meses y meses, caí redondo, de nuevo. Pinche Carlo: lo había hecho otra vez.
III
Alfonso es laudero. Así podría empezar una historia épica, un poema anciano. Bueno, la historia épica sí empieza así. El poema anciano no, porque esas cosas no se escriben solas y no lo haré yo (apenas sé rimar). En la historia épica, él convierte una obsesión por las seis cuerdas y el hot club jazz en canciones. Propias. Gigantes. Exaltadas. Y luego conquista el mundo y lo convierte en un lugar mejor. Ojalá. Alfonso es laudero, un luthier, y de los buenos; ya incluso tiene su propio taller, Fonsinix Sinix, y vaya que sus trabajos son obras maestras, auténticas máquinas de Hacer Gran Música. Es otro de esos geniecillos que hablan poco y hacen mucho, a los que se les va la vida en… bueno, vivir; lo hace con una vehemencia que intimida.
Un día se decidió a formar un grupo. De jazz. Alfonso es laudero. Así comienza la historia épica. Yo no sé rimar, pero él está escribiéndola (que es gerundio). Mejor así.
IV
Los Pájaros Lolos son Cynthia, Ramiro, Carlo y Alfonso, por orden de aparición en estas letras. O Alfonso, Carlo, Cynthia y Ramiro, si los organizamos de manera alfabética. El primero es el adalid musical y es que con esos dedos obsesionados con Django Reinhardt no podía ser de otro modo. El segundo es el percusionista, claro, el corazón latiente del grupo. Cynthia, ya dije, canta y cómo lo hace; Ramiro completa el combo haciendo corcovas en el contrabajo. En vivo suenan de puta madre. En León parece que todo mundo los conoce ya. Lo mismo en Guanajuato y en los alrededores, donde no han parado de dar conciertos grandes y pequeños, acústicos y eléctricos, a la intemperie y en los clubes más patricios, entre pulques y entre morapios de abolengo.
Lo que sigue es estar en oídos de todo mundo y ya van por buen camino: han grabado y lanzado un nuevo disco. Se llama De la Tierra a la Luna y está muy, pero muy bien. Es un CD de jazz leonés como hace mucho (¿como jamás?) se había escuchado: obsesivo pero relajado, vago pero sofisticado, soulful y accesible. No es el jazz de Starbucks, pero bien escoltaría una taza de café; tampoco es la música de los tabucos, pero no desentonaría en las bragadas noches de barrio. Si me preguntan, es de esas cosas buenas que han sucedido en la ciudad en este año complicado que se siente como el despertar aturdido de una pesadilla de las peores.
En ese sentido, Los Pájaros Lolos (que a veces se atreven a adjetivarse en los carteles y se anuncian como Los Increíbles Pájaros Lolos, gran gesto) son gran música, de esa que se mantiene impoluta cuando todo está patas pa’rriba.
Dirán allá afuera que soy muy parcial con ellos por las historias que conté antes. Pues, sí, lo soy. Por eso escribo de ellos. Por eso y porque no estoy tan errado: un grupo que por puro ímpetu organiza el Primer Festival de Jazz de León casi de la noche a la mañana, no es cualquier grupo. Grabaron un disco desacomplejado y valiente (que no perfecto) lleno de referencias a Julio Verne y en clave de jazz manouche. Sus actuaciones en directo son, por lo general, grandes acontecimientos (ya sea en un callejón de Guanajuato o en un teatro). Y esto apenas comienza.
C/S.
De La Tierra a la Luna también está disponible en CD mediante el Facebook de la banda, y en plataformas como Spotify o Google Play. A por él.
–