Hacen pensar que aún es cool tener vinilos de John Mayall.
EMILIO REVOLVER
Sir Elton John o Roger Daltrey, que literalmente podrían ser los abuelos regañones de Josh McClorey, Ross Farelly, Pete O’ Hanlon y Evan Walsh, son parte del club de fans.
Esta es una historia que empieza con tipos de veinte años haciendo música para gente de sesenta. Bo Diddley, Billy Boy Arnold, Slim Harpo, esos músicos que harían bostezar al integrante de la high school promedio que tiene su playera de MS MR es la línea de conversación que podría llevarles horas mientras de fondo suena una y otra vez la edición vinil del Snapshot.
Tocar rock de vieja escuela y llamarse The Strypes (¿de veras no sabían que ya existían unos llamados The White Stripes?) parece a todas luces una mala puntada, y respecto a si el álbum sigue esta línea de “no reproduzco nada que no haya salido originalmente en un acetato” es esto lo que comenta Neil Dowden en Music OMH: “Es difícil que puedan hacer que este estilo le parezca cool a las nuevas generaciones”[1], y así Maddy Costa en The Guardian: “Son un refrito del pub rock nostálgico de los setenta que era un refrito del rythm and blues de los cincuenta y sesenta”[2].
Hay más, pero quedémonos con el sentir de estas dos reseñas. Si bien el punto parece lo suficientemente claro, nosotros estamos del lado del que no entiende o simplemente está escuchando otra cosa, porque esta escritura está aquí para decir justamente lo contrario: Que Snapshot es un gran disco.
Estamos hablando de una banda núbil con una trepidante energía y un trabajo brillantemente producido por el veterano de guerra Chris Thomas, que lo mismo trabajó para The Beatles que para los Pistols; una suerte de ingeniero pulpo cuyos tentáculos alcanzan varias décadas.
Por otro lado, la recepción del disco no ha sido nada mala, sino al contrario, tan afortunada que The Strypes se ha convertido en el acto abridor de la gira de los Arctic Monkeys en el Reino Unido.
Es comprensible que no le genere la misma devoción a un sector de la crítica musical hablar de The Strypes que de las “deliciosas novedades” que ganan los premios, pero parece que la otra parte de la escena –artistas y público–, la parte donde manda el cuerpo y no el cerebro, se la ha pasado realmente bien con este disco.
No estamos frente a “la copia de la copia” como expresa Maddy Costa, ni con un producto que sea incapaz de transmitirle algo a las nuevas generaciones, como generaliza Dowden, sino frente a un blues rock de tres capas: los acordes de Bo Diddley, más la velocidad de The Jam, más la distorsión de los Arctic Monkeys.
O sea: armemos una buena parranda, que nos ponga a gritar y que sea este fin de semana, antes de que termine el 2013.
Aún más interesante es pensar que estamos frente a una banda que representa a un sector de público que oscila entre los 14 y los 18 años que dice “la primera canción que recuerdo es “Last Night”, de The Strokes, que la ponía todo el tiempo mi hermana mayor cuando yo tenía cinco años; por eso mi banda favorita es The Beatles”.
Para concluir, lo que ha hecho hasta ahora The Strypes en ningún sentido les asegura ser la banda promesa de un festival, como sus hermanos mayores, ni premios internacionales, como la vanguardia pop; ni siquiera es probable que tengan buenas reseñas en los blogs de música, cosa que todo mundo debería tener.
Pero son suyos esos días en que vas a una buena fiesta, encuentras con prontitud alguna bebida salvaje y ligas con una chica. The Strypes son eso. ¿La perfección? No, para nada, porque hay cruda, trabajo, sentimientos, deberes, el “futuro”, pues. Pero es bueno, es genial que a veces sientas que no necesitas nada más. Y la conclusión de si están proponiendo algo, el balance de ello con lo de sus contemporáneos, y esas cosas de la mayor importancia, pues mejor lo hablamos mañana.
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