Música que se atreve a ser vibrante en un mundo aburrido e inventiva en un mundo yerto.
ESTEBAN CISNEROS
4 de agosto, 2014
I
El domingo por la tarde, después de un fin de semana ajetreado, llegué a casa. Me encerré en el cuarto en donde tengo mis discos y mis libros, dispuesto a escribir. Primero que nada abrí la ventana. Afuera se escuchaba música. A unos metros de casa hay un terreno que a veces se usa para fiestas. Había una. Sonaba una canción pop bastante famosa; luego sonó una de banda. Y luego, una de John Lennon, esa que me saca ronchas. Las tres fueron cantadas a todo pulmón por una voz que delataba a un jovenzuelo, tal vez de unos catorce años. Su convicción al cantarlas (y que su voz se escuchara hasta tan lejos) me gustó mucho. A veces los prejuicios nos nublan la vista.
Música es música. Y la euforia causada por ella es por lo general honesta. Visceral. Brutal. Ponerle etiquetas es práctico, pero se ha convertido en algo enfermizo. Música es música y hay una que nos gusta y otra que no. El chaval cantó con ganas. El chaval se hizo su tarde. Y, de paso, sin querer y sin saber, la mía. Música es música.
II
Goat es un grupo sorprendente. Me enganché a la primera. La tentación inicial y tal vez inevitable fue intentar colocarlos dentro de algún movimiento, de alguna etiqueta. Es un vicio que tenemos algunos. Y, claro, ahí está el título de su primer disco (World Music) para hacernos dar el paso en falso. A veces los prejuicios nos nublan la vista: son suecos y uno no espera esta música de un grupo nórdico. Pero por eso me gusta el mundo: las sorpresas existen y tal vez no deberían. La posibilidad de algo siempre está allí y hay probabilidad de que suceda.
Goat es más una idea hecha realidad que un grupo rock. Es un colectivo más que un supergrupo. Es, según dicen sus integrantes hoy, una tradición que por fin encontró una manera de perpetuarse: el disco. Intentar permanecer y no morir grabándose, registrándose, documentándose: una idea del XX con la que el XXI se ha obsesionado, pero que se ha perdido en la entropía.
Si seguimos la historia que ellos mismos han intentado regar por los medios, Goat nace de una larga tradición de música en Korpilombolo, una pequeña aldea al norte de Suecia, en la provincia de Norrbotten, un lugar frío y donde la naturaleza aún manda sobre el ser humano. La música del lugar ha sobrevivido por generaciones que heredan el conocimiento y la técnica para mantener vivo el linaje; por tanto, Goat no es un grupo pop en el sentido de que pusieron un anuncio en una revista musical para reclutar un baterista que gusta del C86 y de los Archies. No, si hemos de creer lo dicho (y por qué carajos no creerlo) Goat sólo es una coma en una larga narración de cientos de páginas, un pequeño eslabón de una tradición musical que tiene un gran pasado y (sobre todo) un futuro halagüeño.
Pero, siendo francos, ¿no es así toda la música? ¿No somos todos los que hacemos música, los que vivimos música, los que escribimos música, sólo una parte de un gran todo? ¿Una letra de un libro cualquiera en la gigantesca Biblioteca de Alejandría? ¿Una que un día puede quemarse y desaparecer? ¿Y aun así no nos importa en absoluto y estamos orgullosos de ser esa ínfima partícula de polvo en la esquina de un libro de una inmensa biblioteca? Espero no haberme puesto demasiado intenso. Pero así siento yo y así pienso yo. Eso hago.
Por eso a Goat les creo. En cuanto a ideas, me compraron. Pero luego está su música. ¿Por qué ya casi nadie habla de música?
III
¿A qué suena Goat? Esa es, seguro, la pregunta de quien esto lee. Habrá que descubrirlo. ¿Desde cuándo las palabras pueden describir eso? Yo no puedo y llevo años intentándolo. Pero ahí va, de nuevo: Goat suena a felicidad, a seres humanos haciendo lo que más les gusta, a música hecha con las tripas y el corazón.
Si tuviera que ponerme forzosamente descriptivo, diría que Goat suena a eso que ocurriría si tomara de manera aleatoria veinte discos de mi colección, todos de estantes diferentes (aquí es donde las etiquetas sí funcionan) y los pusiera a sonar al mismo tiempo. Si tuviera veinte tornamesas distintas. Si tuviera el tino de ponerlos todos con el timing correcto.
Porque Goat es un maldito caos. Un caos armónico. Otros cronistas dirían aquí que son “una mezcla de” tal y cual, una “fusión de” un mundo y otro, pero eso no existe: los universos colapsan unos con otros de modo constante y Goat es prueba de ello. La vida es prueba de ello.
Si sorprende es porque es armónico, porque a veces ese colapso implica violencia. Si sorprende es porque se atreve a ser vibrante en un mundo aburrido, inventivo en un mundo yerto, imaginativo en un mundo a punto de fiambre. Porque sus guitarras suenan a lo que seguramente sonaban las guitarras de Hendrix para la gente de 1966. Porque su descaro suena a lo que, es casi cierto, sonaban los gritos de Chuck Berry en 1956. Porque así es la música y el día en que deje de sorprender y de ingeniárselas, el mundo se va a acabar y el universo (conocido para nosotros) va a perder sentido. Así es esto y lo digo de una vez.
IV
Goat con Commune logra un disco increíble que hace que uno ponga play una y otra vez. Así. En tiempos de guerra y conflicto, Commune suena a un mundo unido. Y es algo espléndido. Música es música. Y la euforia causada por ella es por lo general honesta. Visceral. Brutal. Acabo de experimentarlo, tras la décima vez (39 minutos cada corrida, 390 minutos de mi vida, seis horas y media y las que faltan) que puse play.
Ojalá ustedes allá afuera sean tan felices. Yo ya la hice.
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