ESTEBAN CISNEROS • “A Midsummer’s Day Dream”, de Mark Eric, es una anomalía.
Nunca es tarde para el amor
1969 fue un año tremendo y sórdido. Ruido, jipis, année erotique gainsbourgiano, Woodstock, rock duro, progs. El hombre en la luna. Lunáticos en la tierra. Skinheads. Políticos desquiciados. Disturbios en las calles. Rock and roll. El declive del imperio.
En el turbulento mundo del pop (ya en ese año estaba más que establecido el orden de todo hombre tras un escritorio, todo millones de billetes de banco en juego, todo engaños, todo traiciones, todo producto) un disco como A Midsummer’s Day Dream, de Mark Eric es una anomalía.
En 1969, un rubio con cara de niña, totalmente desfasado, pinta de cualquier paseante en Frisco, lanzó una colección de canciones cuyo eco no escuchó nadie; hoy vale la pena rescatarlo, porque sigue siendo una rareza, una Gioconda apócrifa, pero con más intriga y color, colgada de la pared de un motel desahuciado. Debería estar en un pedestal. Pero así es la vida.
Mark Eric, el orate de ascendencia sueca, hizo un disco difícil de explicar. Intentemos. Por un lado es totalmente pop, armónico, suave, lleno de melodías de fácil tarareo –un criterio por el que deberían pasar todos los discos– y muy en la tradición de la Canción Total de Brian Wilson, un paralelo inevitable; por otro, es un disco totalmente subversivo en su forma, totalmente personal, anti-rock, desafiante sin pataleos ni revoluciones gritonas: basta con llevar la contraria.
Mark Eric tomó un sonido que ya no estaba de moda (y que, en realidad, nunca lo estuvo del todo), que parecía ya haber dado de sí con las armonías de Jan & Dean y los Tremeloes, los desplantes barrocos de Michael Brown y The Left Banke, el Odessey and Oracle de The Zombies, los discos más grandilocuentes del Moody Blues y, claro, el ascenso y posterior colapso total de Brian Wilson.
Aquí no hay estridencias. Sólo canciones. Pianos, cuerdas, metales, armonías vocales, guitarras. Todo al servicio de las canciones. Y nada más. Y nada menos.
Puro sonido California de mediados de los sesenta, sunshine pop, melodías que giran en círculos concéntricos; que hablan de sol, de niebla, de las chicas del verano que desaparecen con el otoño pero dejan su olor por todos lados, como el humo de un carrujo.
Puro sonido California naïf, con consciencia de serlo y encantado de conocerse. Un sonido que debía prevalecer, que no podía morir entre las llamas de una Fender zurda.
Day Dream es un disco que llegó tarde, que debió ser grande. Como los buenos discos, se convierte en un amigo. Estos discos importan, duran, permanecen. Giocondas perdidas en moteles, en bodegas, en tabernas y figones de tercera, en apartamentos oscuros, que esperan a alguien que les rescate y no para pujar por un lugar en el Louvre. Sólo para ser apreciadas. Amadas. Hoy, una copia original del vinilo de A Midsummer’s Day Dream, de Mark Eric, se cotiza como el oro, por su escasez. Pero la música que contiene no tiene precio.
Así es la música que importa: una obra que obedece más al exorcismo, a la obsesión; un aquelarre en el que, de una vez por todas, saldrá del alma y en forma de canción ese Mefistófeles que quema en lo profundo.
C/S.
* A partir de un texto publicado en El Heraldo de León, el 26 de noviembre de 2010.
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